miércoles, 7 de enero de 2009

UNA BALA


Un cosquilleo en su nariz la despertó sobresaltada y el movimiento reflejo de su mano apartó la cucaracha, que en un acto maravilloso de acrobacia quedó adherida a la pared de enfrente. Los ronquidos de su compañera la ubicaron en el espacio de su pequeña celda. Estiró el cuello y miró el reloj en la repisa que marcaba las dos. Era el momento de ponerse a trabajar por su libertad.
Volvió a cerrar los ojos, buscó el hueco más cómodo de la cama y empezó a sumergirse. El entrenamiento adquirido luego de tantas veces de practicar le permitía llegar al estado que quería en pocos minutos. Y allí estaba.
Se acomodó en el asiento del coche, tratando de hundirse para no ser vista. Sus manos aferradas al volante, los dedos de los pies tensionados, el roce del arma en la cintura, oculta por el sacón de cuero. Miró el callejón mugriento y oscuro, luego la calle desierta. Su respiración acelerada comenzaba a empañar los cristales.
Se bajó del auto con mucha cautela y sin hacer ruido, cruzó la calle y se escondió detrás del contenedor de basura, justo a mitad de camino entre la acera y la puerta donde debían entrar ellos. Y una vez más recargó su odio.
Las cosas habían salido bien en el robo al empresario, el dinero que habían conseguido era mucho más de lo que imaginaban y la cobardía del hombre les permitió alejarse del lugar sin mayores problemas. Una vez en el hotel al otro lado de la ciudad, festejaron con champaña, hicieron el amor, tomaron algunas líneas y empezaron a preparar el viaje al paraíso. Ella se encerró en el baño para volver a cambiarse el color de pelo y cuando salió él ya no estaba, ni su ropa, ni el dinero, ni el coche.
Tres meses después, en otra ciudad, lo encontró, paseando como un galán de cine con una rubia platinada envuelta en pieles, colgado del brazo. Ella se tomo su tiempo, estudió sus movimientos, sus hábitos, los mismos de siempre, clubes nocturnos, alcohol, cocaína y la rubia tonta despilfarrando SU dinero en las mejores tiendas de ropa. Los siguió hasta el callejón, entró en el edificio donde vivían, revisó el departamento, su heladera, su basura. Cuando estuvo segura, los esperó.
Allí estaba, en el callejón, con el arma en la mano. Sabía que su problema no era matarlos a ellos, su problema era el repartidor de diarios, que pasaría en el momento en que sonaran los disparos, tenía que lograr matar también a ese tipo.
Ya venían, abrazando mutuamente la borrachera, discutiendo y riendo. Ella tenía los cinco sentidos alerta y cuando los tubo enfrente apretó el gatillo repetidas veces. Las caras de borrachos sorprendidos de los dos se fueron transformando, una vez más, en caras de dolor y espanto, hasta que cayeron encimados, revueltos.
Contó nueve disparos y dejó de apretar el gatillo, tenía que quedarse con una bala. Miró hacia la calle y vio al repartidor retomando la marcha con su bicicleta luego de haber visto todo.
Ella empezó a correr hacia la calle a toda velocidad, de eso dependía su libertad. Cuando tubo a la vista al hombre afirmó las piernas y tomó el arma con las dos manos, apuntó y disparó su última bala. El grito del hombre le confirmó que había acertado, pero no cayo de su bicicleta como ella esperaba, siguió su camino tomando cada vez más velocidad.
Un cosquilleo en el brazo la despertó y vio a la cucaracha caminando en el, esta vez la dejó, tenia otra cosa en la cabeza.
La próxima vez debía quedarse con dos balas para matar al repartidor, de esta forma podría escapar de la policía y no volverían a despertarla las cucarachas en la pequeña celda.



Alitas.