martes, 27 de noviembre de 2007


LUCIERNAGA



La calle estaba desierta a esa hora de la noche, las casas bajas se amontonaban en racimos informes, rodeadas del fango que dejó la última lluvia. Las luces perdían la batalla desigual con la penumbra y el silencio se agrietaba por momentos con el ladrido de algún perro.
Sus botines se enterraban en el lodo y provocaban un sonido burbujeante. La humedad la penetraba y la hacia tiritar.
Solo faltaban tres calles para llegar al lugar acordado. La brisa proveniente del mar revolvía su cabello y su falda, dejando un olor salado en su piel. Los latidos de su corazón estaban por hacer estallar sus oídos.
Los recuerdos se agolpaban en su mente, como fragmentos coloridos y perfumados pasaban: las tardes en el campo, el trabajo al sol, las gotas de transpiración recorriendo su espalda, sus ojos encontrando los de él y fundiéndose en miradas arrebatadoras. Sueños calientes, evocando un encuentro que todavía no se había producido.
Su piel se erizó y sus sentidos se volvieron más sensibles. El roce de la falda en sus piernas y la ansiedad la hacían temblar.
Vio a la distancia la luciérnaga roja de su cigarrillo. Acercándose de a poco descubrió sus botas gastadas que asomaban bajo los pantalones demasiado largos y la mano fuerte llevando y trayendo el cigarrillo a la boca.
Él también la vio y la esperó en silencio. Tiró la colilla al suelo, la pisó y la tomó de la mano. Caminaron algunas calles mirándose de reojo. Al llegar a la puerta de un viejo depósito, la condujo con un suave tirón hacia el interior oscuro.
El olor a heno y humedad invadió sus pulmones, obligándola a abrir la boca para tomar aire. Sus ojos fueron acostumbrándose lentamente a las sombras mientras caminaban hacia el fondo del galpón.
Él encendió con un fósforo la lámpara que se encontraba en el suelo y otra vez sus ojos hicieron un esfuerzo por adaptarse. Se miraron largamente, con ansias, con miedo. Las pupilas dilatadas entretejían imágenes de sueño y realidad.
Ella humedeció sus labios, los puños apretados aferraban y contenían su corazón desbocado. Saboreó su aroma, imaginó la textura de su piel, la suavidad de sus cabellos, los contornos de su espalda y su cintura.
Una vieja manta cubría un improvisado colchón de paja, era suficiente, no necesitaban más.
Las bocas abiertas se unieron con suavidad, dejando mezclar el aliento a tabaco con el de fresas. Las manos inseguras recorrieron las ropas hasta encontrar los botones y las cintas. Los pies se liberaron de la opresión de los zapatos. La piel se encendía en una desconocida y apremiante sensación.
Con un delicado empujón ella quedó tendida sobre la manta que la recibió cálidamente, su cuerpo desnudo tenía el color del sol al atardecer y su largo cabello negro se adornó con briznas de paja. Un temblor incontenible la recorría del principio al fin.
Él se tendió a su lado, acariciando sus curvas con la mirada y comenzó a recorrerla, palmo a palmo, con sus manos tiernas y toscas. Los brazos fibrosos la envolvieron en un abrazo infinito que la dejó sin aliento, mientras las bocas besaban y mordían cada retazo de piel.
El calor y el perfume de los cuerpos creó una burbuja que los atrapó en su interior. La pasión y el deseo estallaron en un volcán de dolor y placer cuando los cuerpos se fundieron. Los minutos eternos hicieron perder el compás al tiempo.
El sonido de la puerta al abrirse con violencia los dejó inmóviles y atontados, bajándolos del cielo a la tierra. La voz ronca de su padre la invadió de terror, congelándola.
El disparo sonó apagado, como si llegara desde otro mundo. Él rodó hacia un costado dejándole una rosa de sangre impresa en su pecho. La lámpara cayó y las llamas se esparcieron rápidamente a su alrededor.
Los ojos muertos la miraban fijamente, con amor. Los gritos del padre le llegaban incomprensibles desde ese otro mundo. Ella tomó una decisión.
Se puso de costado, rodeó con los brazos a su hombre y se quedó muy quieta mientras el fuego se esforzaba por provocar en su piel el mismo ardor que había sentido haciendo el amor. Ella sonrió… nunca lo lograría.


Alitas.

lunes, 29 de octubre de 2007


HOJAS AL VIENTO


“La escritura se ofrece a sus manos con la sola condición de que un hombre encuentre ese ánimo con que se ha de enfrentar a la página en blanco. La verdadera dimensión de una página en blanco es la de representar el espacio que no podrá escribir luego de su muerte”
Alejandro Ariel



Solo, en su caserón frío y desordenado, el hombre deambulaba de una habitación a otra, con su paso lento y cansado. De la cocina al salón, del salón al recibidor, del recibidor al estudio, allí, como un fantasma, lo esperaba la hoja en blanco para hacerle recordar su cercanía con la muerte y su intrascendencia. De nuevo a la cocina, al salón, al recibidor y al estudio, arrastrando sus sentimientos y sus pantuflas de franela, con las piernas cansadas y temblorosas, y otra vez la hoja en blanco.
¿Cómo poner en palabras tanto arrepentimiento? ¿Tanta humillación? ¿Cómo expresar tanto dolor contenido durante tanto tiempo…? ¿Cómo explicar lo inexplicable?
No conocía palabras que pudieran contener lo incontenible, lo desbordante de su situación.
De nuevo a la cocina, con el corazón oprimiéndole el pecho y la mente nublada por tanto horror. No existían medicamentos que pudieran aplacar el dolor del alma, las contradicciones, los miedos, las dudas y la certeza de que todo esto era poco sufrimiento comparado con lo que él causó.
Se acerca la hora, lo sabe, y la hoja en blanco allí, impiadosa, diciéndole que pagara sus culpas, avisándole que no habrá para él ni perdón ni olvido.
Intenta encontrar en su mente el instante exacto en que empezó todo esto y no lo logra, quizás porque fue algo que siempre estuvo en él, desde el momento mismo de su nacimiento, como una mala semilla creciendo en su interior que encontró la luz aquel 24 de Marzo.
Cocina, salón, recibidor, estudio… y allí esta él, el ángel de la muerte, blanco y etéreo con la hoja en sus manos.
El hombre, lentamente, toma un lápiz y casi mágicamente encuentra las palabras que buscó durante tanto tiempo, tan simples y claras, que le resulta tonto no haberlas visto antes.
Se acerca al ángel que le extiende la hoja y escribe…


PERDÓN POR LOS 30.000

Alitas


CIELO EN LLAMAS



“Así, te quería encontrar así; sin ropas, endiablada, voy a roer tu cuello y a jugar a que soy la cura a todo tu mal… adoro tu mal…”

Catupecu Machu




Correr, correr, correr. Los músculos tensos cortando el viento. La sangre agolpándose vertiginosa en cada milímetro de sus venas, fluyendo. La transpiración helándose en la piel. Correr, sólo correr, para escapar, para salvarse.
Las ramas filosas de los arbustos cortaban sus piernas, sus brazos, su rostro, arrancaban su cabello. Sus pies se enredaban con las traicioneras raíces y caía rodando, hiriéndose. Correr…
Estaba en todas partes, arriba, abajo, adelante y atrás… adentro. Su mente intentaba expulsarlo y no lo conseguía. Su alma se tornaba oscura, densa, nebulosa.
El ángel bello y lujurioso la había atrapado, envolviéndola, corrompiendo sus deseos. Destrozaba sus barreras, enmohecía su pureza, contaminaba su ser.
No encontraba una explicación, sólo sabía que él había posado sus ojos de fuego en ella y conoció el infierno, caliente, nauseabundo, irresistible. Esto era tan real como su vida anterior, rodeada de simplezas, de pequeños detalles, de perfecta corrección.
Correr, sin mirar hacia atrás, sin respirar, sin limpiar los hilos de sangre que empañaban su vista. Correr, hasta que la muerte se apiadara de ella.
El cielo se tornó rojo. Lenguas de fuego caían a su alrededor, quemándola. Su piel de luna pálida estaba sucia, irritada, desgarrada y anhelante.
Lo sentía cada vez más cerca, rozándola con sus alas de púas. El aliento embriagador en su nuca, su olor dulce penetrándola, su sonrisa irónica… y los ojos perversos emanando promesas de infinito placer.
El corazón estaba por estallar en su pecho, las piernas no podían más y cayó de rodillas. Su cuerpo desnudo se estremecía de miedo y deseo. Levanto la mirada y lo vio; moreno, hermoso, imponente. Flotaba en el aire y le tendía tiernamente sus manos.
Su mente desechó todos los pensamientos, su alma se esfumó como un suspiro y sólo el instinto permaneció en ella. Ya no sentía dolor, miedo, odio o amor.
Lentamente estiró su mano hacia él y se dejó llevar.

Alitas.