lunes, 29 de octubre de 2007


HOJAS AL VIENTO


“La escritura se ofrece a sus manos con la sola condición de que un hombre encuentre ese ánimo con que se ha de enfrentar a la página en blanco. La verdadera dimensión de una página en blanco es la de representar el espacio que no podrá escribir luego de su muerte”
Alejandro Ariel



Solo, en su caserón frío y desordenado, el hombre deambulaba de una habitación a otra, con su paso lento y cansado. De la cocina al salón, del salón al recibidor, del recibidor al estudio, allí, como un fantasma, lo esperaba la hoja en blanco para hacerle recordar su cercanía con la muerte y su intrascendencia. De nuevo a la cocina, al salón, al recibidor y al estudio, arrastrando sus sentimientos y sus pantuflas de franela, con las piernas cansadas y temblorosas, y otra vez la hoja en blanco.
¿Cómo poner en palabras tanto arrepentimiento? ¿Tanta humillación? ¿Cómo expresar tanto dolor contenido durante tanto tiempo…? ¿Cómo explicar lo inexplicable?
No conocía palabras que pudieran contener lo incontenible, lo desbordante de su situación.
De nuevo a la cocina, con el corazón oprimiéndole el pecho y la mente nublada por tanto horror. No existían medicamentos que pudieran aplacar el dolor del alma, las contradicciones, los miedos, las dudas y la certeza de que todo esto era poco sufrimiento comparado con lo que él causó.
Se acerca la hora, lo sabe, y la hoja en blanco allí, impiadosa, diciéndole que pagara sus culpas, avisándole que no habrá para él ni perdón ni olvido.
Intenta encontrar en su mente el instante exacto en que empezó todo esto y no lo logra, quizás porque fue algo que siempre estuvo en él, desde el momento mismo de su nacimiento, como una mala semilla creciendo en su interior que encontró la luz aquel 24 de Marzo.
Cocina, salón, recibidor, estudio… y allí esta él, el ángel de la muerte, blanco y etéreo con la hoja en sus manos.
El hombre, lentamente, toma un lápiz y casi mágicamente encuentra las palabras que buscó durante tanto tiempo, tan simples y claras, que le resulta tonto no haberlas visto antes.
Se acerca al ángel que le extiende la hoja y escribe…


PERDÓN POR LOS 30.000

Alitas


CIELO EN LLAMAS



“Así, te quería encontrar así; sin ropas, endiablada, voy a roer tu cuello y a jugar a que soy la cura a todo tu mal… adoro tu mal…”

Catupecu Machu




Correr, correr, correr. Los músculos tensos cortando el viento. La sangre agolpándose vertiginosa en cada milímetro de sus venas, fluyendo. La transpiración helándose en la piel. Correr, sólo correr, para escapar, para salvarse.
Las ramas filosas de los arbustos cortaban sus piernas, sus brazos, su rostro, arrancaban su cabello. Sus pies se enredaban con las traicioneras raíces y caía rodando, hiriéndose. Correr…
Estaba en todas partes, arriba, abajo, adelante y atrás… adentro. Su mente intentaba expulsarlo y no lo conseguía. Su alma se tornaba oscura, densa, nebulosa.
El ángel bello y lujurioso la había atrapado, envolviéndola, corrompiendo sus deseos. Destrozaba sus barreras, enmohecía su pureza, contaminaba su ser.
No encontraba una explicación, sólo sabía que él había posado sus ojos de fuego en ella y conoció el infierno, caliente, nauseabundo, irresistible. Esto era tan real como su vida anterior, rodeada de simplezas, de pequeños detalles, de perfecta corrección.
Correr, sin mirar hacia atrás, sin respirar, sin limpiar los hilos de sangre que empañaban su vista. Correr, hasta que la muerte se apiadara de ella.
El cielo se tornó rojo. Lenguas de fuego caían a su alrededor, quemándola. Su piel de luna pálida estaba sucia, irritada, desgarrada y anhelante.
Lo sentía cada vez más cerca, rozándola con sus alas de púas. El aliento embriagador en su nuca, su olor dulce penetrándola, su sonrisa irónica… y los ojos perversos emanando promesas de infinito placer.
El corazón estaba por estallar en su pecho, las piernas no podían más y cayó de rodillas. Su cuerpo desnudo se estremecía de miedo y deseo. Levanto la mirada y lo vio; moreno, hermoso, imponente. Flotaba en el aire y le tendía tiernamente sus manos.
Su mente desechó todos los pensamientos, su alma se esfumó como un suspiro y sólo el instinto permaneció en ella. Ya no sentía dolor, miedo, odio o amor.
Lentamente estiró su mano hacia él y se dejó llevar.

Alitas.