jueves, 3 de enero de 2008



¿DONDE SE ESCONDE MI ANGEL?


Ella lo intentó, quiso, se esmeró, pero le faltó una pequeña ayuda, alguien que la sostuviera en sus brazos o la tomara de la mano alguna vez.
Soledad, desamparo, miseria, hambre, humillación, desamor. Todo esto es suficiente para justificar lo que hizo María; el motivo fue otro. Su ángel de la guarda fue cobarde.
Después de veinte años de vivir en la calle pasando frío y hambre, de prostituirse y drogarse, conoció a Pedro, un hermoso muchacho aspirante a sacerdote, que les traía comida caliente a los que vivían en la plaza. Su cabello rubio y esos ojos cristalinos le dieron paz, sus palabras esperanzadas le dieron abrigo.
Se veían todas las noches y charlaban mientras comían guiso en bandejas de plástico. Ella le contaba lo que había hecho en el día, no todo porque le daba vergüenza decirle cuantos clientes había tenido o cuantas dosis de Paco había fumado y él le hablaba del plan que tenía Dios para ella, siempre y cuando lo dejara entrar en su corazón. María se reía, no entendía cómo eso tan grande podía entrar ahí, en un espacio tan chiquito, que además ya estaba ocupado por Pedro.
Poco a poco, la relación se hizo más estrecha e íntima, parecía que los dos esperaban ansiosos el momento de la cena, ese pequeño espacio donde sus almas se encontraban.
Un día María no llegó a la plaza, Pedro se preocupó y salió a buscarla por los lugares que ella transitaba. Recorrió, preguntó, hasta que la encontró en el portal de una iglesia totalmente drogada y golpeada, la ropa destrozada. La policía todavía no había llegado, así que rápidamente la subió a un taxi y la metió en la pieza de su pensión a escondidas. Con paciencia le sacó la ropa y la bañó, le curó las heridas y la dejó dormir.
Por la mañana ella estaba un poco mejor, los efectos de la droga habían pasado pero le dolía todo el cuerpo y los golpes en el rostro parecían la obra de un pintor loco. Pedro le dio pan con manteca y tomaron mate juntos, mientras ella le contaba que un cliente se había enojado porque no accedió a algunas cosas raras que se le habían ocurrido, la golpeó y la tiró del coche. El la miraba en silencio y con lágrimas en los ojos, le dijo que se quedaría ahí unos días hasta que se recuperara. Una sonrisa aliviada se dibujó en los labios de María.
Los días pasaron lentamente, ella se ocupó de limpiar la pieza y lavar la ropa, siempre a escondidas en la pensión, el salía a estudiar y traía a la noche dos bandejas de plástico con comida. Las heridas fueron sanando y el humor de María mejoró, casi no tenía ganas de fumar y se divertía con lo que le contaba Pedro, era muy gracioso.
Una noche él le dijo que debería irse, porque el dueño de la pensión estaba sospechando y si se enteraba que ella estaba allí los dos se quedarían en la calle, era hora de volver a la normalidad. De todas formas se encargaría de conseguirle un trabajo, tal vez como empleada doméstica o en un supermercado, así podría ganar unos pesos y alquilar algo en una pensión como él.
Para María esta noticia fue un golpe, el más doloroso de su vida, se había hecho la ilusión de vivir allí con él, cuidándolo y dejándose cuidar; pero claro, las personas como ella no pueden tener ilusiones.
Decidió agradecerle de alguna manera, compensarlo por lo que había hecho por ella y la única forma que conocía era ofreciéndole su cuerpo, ese rato de pasión que parecía conformar a los hombres. Pedro se resistió al principio, pero María era una hermosa chica y el olor a jabón en su piel derribaron pronto las barreras. Amanecieron abrazados y rodeados de los perfumes del amor.
Ella volvió a la calle y a todo lo demás, tan común y repulsivo como siempre. Se veían por las noches en la plaza, pero la relación ya no fue la misma, lo sentía distante y callado.
Dos meses después María comenzó a sentirse mal por las mañanas y haciendo memoria cayó en la cuenta de que no había vuelto a tener su período. Se lo comentó a una vieja puta que conocía de la calle y la mujer le prestó dinero para que se comprara un test de embarazo. Positivo.
La alegría la embargó y la ansiedad por contárselo a Pedro la mantuvo en el aire todo el día. Era de él, no podía ser de otro. Esa noche lo llevó aparte del grupo y entre risas y lágrimas se lo contó. Pedro solo la miró, sin ninguna expresión o sentimiento y sin decir nada, se fue.
Tres días después volvió a la plaza y le dijo que estaba todo arreglado, había conseguido el dinero y el lugar donde le harían el aborto. Ella no entendía, le dijo que no quería, que entre los dos podían cuidar al bebe, que saldría de la calle, él le había prometido otro trabajo, haría cualquier cosa. Pedro respondió que él sería sacerdote y no podía tener hijos ni mujer, no había más que hablar.
El odio comenzó a invadir a María. Lo sentía crecer en su interior como una espuma ácida que comenzaba en su estómago y terminaba en su garganta. Su mente empezó a tramar una simple y mortal telaraña. Un cuchillo robado de un bar y mucho dolor la acompañaron aquella noche cuando entró con la suavidad de un gato a la pensión.
Las treinta veces que metió el cuchillo en el cuerpo de Pedro la dejaron exhausta, solo veía imágenes difusas teñidas de rojo y se asustó. Llamó a su ángel de la guarda, ése que se suponía que la cuidaba, nadie respondió. María se dio cuenta que estaba sola en el mundo, como nunca, como siempre. Lentamente al principio, frenéticamente después empujó el cuchillo en su vientre hasta que todo se volvió negro y silencioso.
¿Dónde estaba el ángel de María? Escondido detrás de un espejo, manchado de sangre y temblando de miedo.



Alitas.

4 comentarios:

NegroShot dijo...

Angel cobani...

EDUCACIÓN Y CULTURA dijo...

Ese ángel se parece a un animalito asustado en plena tormenta de la sabana...me dan ganas de ser su ángel de la guarda... no aprendió a cuidar a nadie todavía!!...qué laburito eh!!...cuidar a alguien digo.
Anita.

NegroShot dijo...

Escribase algo deleeee, no sea canuta

Anónimo dijo...

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